Dos tallas menos en tres meses

Relato de un cambio de hábitos: de cómo vencí la pereza gracias a la actividad física, la meditación y una alimentación más saludable. ¡Me abrocho mis ‘jeans’ de cuando era soltera!

Me desperté y la grasa seguía ahí. También la pereza, que es peor. Y el cansancio injustificado. Y cierta tristeza, aunque no estaba deprimida, más bien resignada, que es un sentimiento terrible.

Un buen día de hace tres meses, me miré en el espejo y no me reconocí. No se trataba de una cuestión física. Era algo mucho más profundo. Sentía que alguien muy importante me había abandonado y caí en la cuenta de que nada menos que yo a mí misma. ¿En qué momento mi coquetería viró en croquetería?

Es verdad que había tenido unos meses muy duros por la pérdida de un ser queridísimo, piedra angular de mi existencia y a quien brindo este reto: mi padre. Además, me había casado (el amor engorda, eso es así) y había dejado de fumar; ahora se cumplen dos años de la que considero mi mayor hazaña hasta la fecha (lo de dejar de fumar, me refiero).

Sin embargo, nada de lo anterior era excusa para dejarme de esa manera. Tampoco es que ni me duchara, ojo, digamos que no me prestaba atención. No era yo.

Me sentía, sobre todo, vaga. Pesadísima (literalmente, porque de forma figurada lo he sido siempre). Me había puesto sin darme cuenta nueve kilazos, lo que se traduce en casi tres tallas más, algo que en alguien de mi tamaño (prefiero no dar datos exactos porque cada uno es un mundo y no quiero acomplejarme ni acomplejar a nadie) es una barbaridad. La gente decía que no me notaba el incremento de volumen (nada peor que engordar poco a poco, porque no te enteras). Además, o mis allegados me quieren demasiado o es cierto que una aprende con la edad a vestirse mejor y a disimular defectos y resaltos. Sin ánimo de demonizar el sobrepeso, porque obesa no he sido nunca aunque pongo en cuarentena el concepto curvy, recurrí a mi compañero Javier Cid. Javi se sometió en estas mismas páginas a un cambio radical, estructural diría yo, de cuyos efectos aún se beneficia. Hoy es carne de gimnasio y batido de superalimentos y es feliz.

Sin embargo, confieso que al hablar con él no tenía mucha confianza en mí misma. Por el duelo, me sentía en derrota, no en doma, como diría el poeta Claudio Rodríguez. Pensaba que a la hora de moverme y cerrar el pico yo no tengo fuerza de voluntad suficiente como Javier, quizás comparto con él la cabezonería.

Pero, ¿no había sido capaz de dejar de fumar? Me animé. Quería perder peso, pero por encima de todo volver a sentirme bien. Volver a ser activa, madrugar sin dolor, recuperar el gusto por el deporte al aire libre y dejar de comer hasta saciarme por temor a quedarme con hambre, como si viviera en Etiopía. Es que ya ni disfrutaba comiendo, si acaso cocinando. Por un lado, zampar era una de mis satisfacciones, por otro, mi tortura, porque sabía que, aunque comía de forma adecuada, me pasaba de frenada con las cantidades.

Lo primero que hicieron en ZEN fue darme un par de zapatillas nuevas y obligarme a jubilar unas muy monas de Uterqüe, con cristales de Swaroski, a las que no daba uso adecuado: me las ponía por postureo fashionista. Mi afición por la ropa no la he perdido nunca. En el momento que me abroché mis Skechers cambió mi vida.

Conscientes de mi aburguesamiento y mi hamburguesamiento, me ingresé en Assari, un centro de entrenamiento, wellness y belleza de la calle Serrano de Madrid, el lugar donde mejor iban a adaptar el reto a mi personalidad. Su objetivo, y el mío, era “generar conciencia sobre el cuidado de la salud y experimentar la capacidad de intervenir en ello a través de la alimentación, el ejercicio físico, la atención plena y la conciencia corporal”. Léase, “fomentar hábitos saludables sostenibles en el tiempo, incorporarlos como rutina en la vida diaria y que éstos ayuden a proporcionar bienestar“.

Mi plan ha sido el siguiente durante tres meses: 27 sesiones de 60 minutos de entrenamiento personal, 8 de nutrición, 7 de mindfulness, 2 de fisioterapia, 1 de maderoterapia y 1 de shiatsu. Puedo decir que he alcanzado mis metas: reducir dos tallas y perder casi cinco kilos. Pero sobre todo sentirme mucho mejor, más ligera y satisfecha. Como si hubiera pasado la ITV. Como si hubiera entrado en el taller un viejo 600 y salido de allí un Porsche Cayenne. Estoy más fuerte en todos los sentidos. La carrocería, a punto. Eso sí, el auténtico reto empieza ahora. Si logro seguir sola con esto, pues aún me quedan kilos por perder -aunque repito, mi intención era recuperar el tono físico y vital y de paso afinar mi silueta-, lo habré conseguido.

Reconozco que ha sido mi reencuentro con el deporte lo más gratificante del reto. Y pensar que yo un día jugaba al voley, a pala, y me gustaba subir un monte… Y ni me acordaba. Es cierto lo que dicen de las endorfinas. He vuelto a levantarme temprano para ir al gimnasio o a caminar al aire libre. Desde que lo hago, el resto del día es diferente, me cunde más el tiempo en el trabajo y en mis ratos libres y estoy más contenta en términos generales.

En cuanto a mi día a día, amanezco al salir el sol y desayuno un zumo de naranja y limón, una rebanada de pan integral con mermelada sin azúcar y un gran vaso de leche desnatada. Me dirijo a Assari, donde he hecho de todo. Casi siempre sigo un entrenamiento funcional supervisada por un personal trainer. Con Javier, uno de ellos, salgo a caminar rápido, a unos 6 kilómetros por hora, al Retiro, y también hago ejercicios de tonificación con todo el cuerpo. Sentadillas, abdominales, flexiones… Prestamos mucha atención a los estiramientos. Cuando hacemos ejercicios indoor, en la sala, combinamos cardiovascular con tablas de fitness en el suelo. También practicamos Pilates, disciplina ideal para corrección postural y prevenir contracturas de espalda y cervicales. Manejo ya como una profesional conceptos como pies en flex, posición de la mesa e imprint, pelvis neutra, apoyo en los isquiotibiales, etcétera. Me sé el nombre de todos los músculos. Con mi otra entrenadora, Carola, he sudado más: he descubierto el universo anaeróbico, que es muy sacrificado, un quemagrasas total, pero cuando superas una serie de ejercicios duros te sientes como si hubieras subido la escalinata de Rocky Balboa sin perder el aliento. También he descubierto con Inma y David el nordic walking, caminar con bastones, una actividad súper completa y agradable.

Con respecto a los cambios alimentarios, la consigna ha sido reducir la grasa (aceite de oliva incluido, máximo dos cucharaditas diarias) y controlar el azúcar, la sal y los hidratos de carbono, que francamente crean adicción. Por supuesto, también el alcohol. Ahora tomo mucha más fruta y verdura, carnes y pescados de todo tipo a la plancha, y la harina, en forma de pan, sólo en el desayuno. No hay grandes restricciones: tengo una comida o cena libre a la semana en la que me permito tomar algo que me apetezca: un postre rico, una lasaña, una paella, un pincho de tortilla, algo así. Sin racionamientos pero tampoco llegando al empacho. No renuncio al placer de comer.

En cuanto a los premios que he recibido a lo largo del reto, reconozco que la maderoterapia, el fisio y el shiatsu son todo un enganche. Sobre todo el último: una técnica de la medicina tradicional japonesa que consiste en presionar con los dedos determinados puntos del cuerpo para aliviar dolores o relajarte. La maderoterapia es un poco más paliza, pero tiene resultados más visibles. Os aseguro que remover tus adipocitos y modelarlos con unos rodillos tiene su aquel.

Hasta aquí, mi cambio de hábitos se ha producido con ayuda externa. Ahora viene lo difícil. Me toca a mí. Seguir sola. Yes I Can. ¡Si ya me cierra el vaquero de soltera! ¡Hip, hip…! Este verano me pongo un chochort.

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