El problema oculto que provoca que el dolor crónico sea aún más insoportable

Es muy probable, por no decir seguro, que usted conozca a alguien que sufra dolor crónico o que usted mismo lo padezca. El porcentaje de personas en general y españoles en particular que lo experimentan es muy alto; algunos datos, como los de Change Pain en su primera revisión epidemiológica sobre el dolor crónico no oncológico en España, señala que 6,10 millones de adultos lo sufren, un 17,25% de la población. La mayoría son mujeres y, por lo general, los dolores más habituales son los de espalda (60,53%), articulares (40,21%), cabeza (34,72%) y cervicales (28,62%).

A pesar de su creciente prevalencia, hay muy poca información sobre dicho trastorno. Y, como sugieren algunos expertos, esta puede estar equivocada o basarse en principios que pueden hacer más daño que bien. La velocidad de reacción ha sido lenta por parte de las grandes organizaciones sanitarias. La OMS (Organización Mundial de la Salud), por ejemplo, no publicó sus directrices para el tratamiento del dolor crónico hasta el año 2008 y en España, como aseguraba un estudio publicado en la ‘Revista de la Sociedad Española del Dolor’, “no existen directrices o guías de práctica clínica sobre el tratamiento del dolor crónico”.

En la mayor parte de situaciones, no existen áreas independientes que se encarguen de estos casos. En España hay algo más de 180 unidades del dolor, pero es probable que no sean suficientes, dada la prevalencia de la enfermedad. Se trata de un problema que, además, se agudiza por otras razones, como señalaba un reciente y muy polémico editorial publicado en ‘The New England Journal of Medicine‘, que hace referencia a dos hándicaps: por una parte, uno relativamente específico de la realidad estadounidense (la rampante adicción a los opioides por parte de personas en tratamiento) y otro mucho más general: la inutilidad de las herramientas utilizadas para medir el dolor crónico como la escala que lo cuantifica del 1 al 10.

Medicado hasta el fin de los días

“El dolor que puede ser aliviado debe ser aliviado” es el principio que según la doctora Jane C. Ballantyne y Mark D. Sullivan impera en el tratamiento del dolor crónico. Ello provoca que la mayor parte del sufrimiento físico se alivie con opioides, especialmente desde principios de los años 90, cuando se produjo una liberalización de dichas medicinas. Algo que también ocurrió en España. Como asegura otra investigación publicada en la ‘Revista de la Sociedad Española del Dolor’ llamada ‘Opioides en el dolor raquídeo. Relación riesgo/beneficio y estrategia apropiada para su utilización’, “en los últimos años se ha observado un incremento notable en el uso de los opioides en España, por lo que queda ampliamente superada nuestra tradicional posición en el furgón de cola de los prescriptores de opioides en Europa”.

Dicho estudio manifestaba las mismas reservas que sus compañeros americanos: “La eficacia de los opioides para el tratamiento del dolor raquídeo no está clara, aunque cada vez sí son más patentes los riesgos que hemos de asumir: adicción, conductas aberrantes, probable incremento en el tiempo de incapacidad laboral y múltiples efectos secundarios, como la hiperalgesia o el estreñimiento rebelde al tratamiento”. Por su parte, el editorial estadounidense recuerda que la utilización de opioides no ha ayudado a reducir el número de pacientes, sino que por el contrario, “ha producido una epidemia de abuso de los opioides prescritos, sobredosis y muertes, pero no una reducción demostrable en el peso del dolor crónico”.

La diferencia, y aquí se encuentra el quid de la cuestión, es que, como ocurre en otros campos como el de la psicología y psiquiatría, la reducción del dolor no soluciona el problema, y es más, puede dar lugar a círculos viciosos altamente perniciosos. Estas medicinas “tienen una gran eficacia en el corto plazo, pero hay pocas pruebas que apoyen sus beneficios en el largo”. Y el fracaso depende en gran parte de la utilización de la escala de 10 puntos promocionada por la Organización Mundial de la Salud, que se usa ampliamente (también en España) para que el paciente dictamine su nivel de sufrimiento. En ella se ha de elegir un punto entre el 0 (ningún dolor) y el 10 (el peor dolor inimaginable), y se basa en la creencia de que esta sensación es “el quinto signo vital” y que, por lo tanto, nos podemos fiar de él.

Un número no refleja lo que sentimos

El problema es que no es tan sencillo autoanalizarse de manera objetiva, y que la medicación que nos será prescrita depende de ello. Como sugiere el editorial de ‘The New England Journal of Medicine’, para muchos pacientes medicados resulta cada vez más difícil mantener niveles de puntuación bajos, lo que les conduce a aumentar las dosis o tomar medicamentos más fuertes, “a costa de empeorar su funcionalidad y la calidad de su vida”. Ahí está la pescadilla que se muerde la cola, señalan los autores: en lugar de buscar una solución que haga compatible el dolor con la vida diaria, se persigue la eliminación absoluta del dolor aun provocando que el impacto en el día a día sea aún mayor.

Además, hay otra dificultad añadida. “Las escalas de intensidad del dolor no son necesariamente un reflejo del daño en el tejido o la intensidad de la sensación en los pacientes con dolor crónico”. Ello se debe a que este no se determina primariamente por la nocicepción (el proceso neuronal mediante el cual se modifican y procesan los estímulos potencialmente dañinos contra los tejidos), señalan los autores. ¿Cómo se origina, entonces? Los autores aseguran que, a medida que pasa el tiempo, la intensidad del dolor de aquellos que lo padecen de manera crónica “tiene menos que ver con la nocicepción y más con factores emocionales y psicosociales”. Es preferible sentir dolor agudo, casi insoportable, durante un breve período de tiempo, porque por lo general, está relacionado con algo positivo o asociado con un objetivo (el nacimiento de un hijo, una lesión deportiva), mientras que el dolor perpetuo causa “desesperación y desamparo”.

Este es uno de los puntos más criticados del editorial de los doctores americanos. En un artículo publicado en ‘Pain News Network‘, el doctor Forest Tennant, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washingston, pedía su retirada porque “sugerir que los médicos deban dejar de tratar la intensidad del dolor y dejar a los pacientes sufrir va más allá de cualquier clase de decencia o preocupación por la humanidad”. Sin embargo, es probable que la opinión del doctor provenga de una mala interpretación del editorial, que en ningún momento aboga por la supresión de los tratamientos con opioides, sino por revisar la utilidad de la escala y compaginar la medicación con técnicas basadas en la comprensión del enfermo: “El deseo de aceptar el dolor, y la participación en actividades vitales valiosas a pesar del dolor pueden reducir el sufrimiento y la incapacidad sin necesariamente reducir la intensidad del dolor”, explican. “Los pacientes que reportan una mayor intensidad del dolor crónico a menudo se sienten superados, y deben aguantar la carga del uso de sustancias u otros problemas mentales”.

El estudio llamado ‘Situación actual del dolor crónico en España: iniciativa Pain Proposal’ también intentó descubrir la verdadera experiencia de los pacientes y, como cabe esperar, es tan alarmante como desconocida. El 50% se sentía preocupado por el efecto que el dolor podía tener en sus relaciones; el 36% consideraba que esta condición tenía un impacto negativo en su familia o amigos; el 62% consideraba que había una falta de concienciación y conocimiento sobre la enfermedad en su entorno y hasta un 47% sospechaba que el resto dudaba de la existencia real de su dolor.

La investigación española ponía de manifiesto las carencias que nuestra sociedad presenta para tratar este problema: la ausencia de un plan estratégico nacional y de una visión global e integradora sobre su complejidad, la falta de especialización en la formación de los profesionales, así como de coordinación y de concienciación social y la poca preocupación por el impacto económico y social que el dolor crónico tiene para el sistema sanitario y la sociedad en general. O, como concluye el artículo de los médicos estadounidenses, “nada es más revelador o terapéutico que una conversación entre un paciente y un médico, que permite que se escuche al paciente y que el médico averigüe su experiencia y ofrezca empatía, ánimos, guía y esperanza”.


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